martes, 7 de julio de 2009

Gonzalo Suárez y las botas de Pelé

Helenio Herrera, alter ego de Gonzalo Suárez

Por Álvaro de Campos
Los años 50. España. Un tipo raro vestido de gabardina: Gonzalo Suárez. No diría exactamente que este hombre sea producto de su tiempo. No. No es eso. Lo que quiero decir no sé muy bien cómo hacerlo. Más o menos responde a algo así: si este país hubiese sido una ficción de Gonzalo Suárez en los años 50 mejor nos habría ido. Estoy casi seguro. Yo, de haber estado allí, lo hubiera firmado. Por muchas cosas. Incluso porque el fútbol era mejor, más honesto, más humano. Más cierto.

El azar, ese vaivén bestial de algunas existencias, llevó a Gonzalo Suárez hasta la jurisdicción familiar de Helenio Herrera, marido de su madre en 'segunda vuelta'. Helenio Herrera fue un entrenador genial nacido en el Barrio de Palermo perfeccionado como pelotero en Marruecos. Gonzalo Suárez, algo antes, había querido ser boxeador. Y después se reveló como un periodista fibroso de ideas, un escritor insólito de mundos y un director de cine al margen de modas.

Pero si hoy traemos hasta este descuidado césped de los Apuntes de un desplazado a Gonzalo es por lo que tiene de ser inexplicable. Quiero decir, por lo que aportó a la concepción moderna del fútbol desde la bancada del Inter de Milan y desde las crónicas que firmaba en los últimos compases de los años 50 bajo el seudónimo de Martín Girard. Todo un espectáculo. Síganme.

Hace unas semanas estuve en su estudio de Madrid, allá por las calles de los Austrias. En una de las paredes del luminoso apartamento, blanco, impecable, ordenado, colgaba un par de guantes de boxeo. Los viejos guantes del autor de La suela de mis zapatos (lean este libro, léanlo, por favor, en él se concreta un fardo de entrevistas memorables, el talento periodístico de Suárez en conversación con Pelé o con Buñuel, da lo mismo). Decía que de las paredes del taller colgaban aún los guantes primeros de cuando quiso ser boxeador, empeño que mantuvo lo que tardó un compañero de gimnasio en hundirle hacia dentro una costilla boba. Entonces asumió que debía dejar el ring y se fue acercando al fútbol. Tanto, tanto, que en la pared de enfrente de la de los guantes queda el hueco que dejó la alcayata que soportaba hasta hace poco el par de botas que usó Pelé en San Siro en 1963. Se las regaló el mismo 'Rey' al acabar el partido.

Gonzalo Suárez habla de fútbol con una pasión desgastada. Ese entusiasmo que tienen los sabios a los que la emoción le brota casi siempre al contemplar aquello que la mayoría no ve. Es decir: una sutileza, un algo inexplicable, un movimiento que no determina nada pero de un jugador lo revela todo. Es lo que tiene haber pasado demasiados años con el excepcional Helenio Herrera de padrastro. Junto a él, cuando éste entrenaba al Inter de Milan, comenzó a redactar informes técnicos de los jugadores de los clubes a los que se iban a enfrentar: consignaba esquemas para encontrar el punto débil del contrario. Era el mejor espía posible para el mejor míster posible. De aquella relación salió un libro memorable: Lo once y lo uno. Encárguenlo.

El catenaccio

Entre los dos se inventaron la modernidad en el fútbol, que se puede resumir en tener una estrategia, en crear espacios en el campo, en abrir vacíos. No sé cómo cojones se argumenta esto. Es más: no sé lo que significa. A mí no me gusta el fútbol. Pero flipé escuchando las teorías sobre el 'catenaccio' [candado] de Gonzalo Suárez. Y cómo recuerda la épica que había en los vestuarios, cuando éstos no andaban poblados de ultrahorteras que no justifican (es imposible) aquello que algunos invierten en ellos. Qué asco.

De eso también sabe Gonzalo: "Un escándalo. Siento vergüenza ajena por lo que sucede hoy en el Real Madrid. Que los bancos y las cajas presten más de 100 millones de euros a un club mientras piden dinero público... Es una de las muchas causas que reflejan bien lo que nos ha traído hasta esta crisis. Es una anécdota ejemplar para reconocer en qué mundo vivimos. Sospecho que esto no tiene arreglo. Además, es muy obtuso pensar que un equipo se solucina con dos o tres nombres rimbombantes. No le auguro al Madrid ningún éxito especial en la próxima temporada, con lo cual esa inversión (que de algún modo hemos hecho todos) dudo que vaya a ser rentable".

Él disfrutó de otro fútbol, cuando en los entrenamientos del Inter jugaba con Faccheti, Corso, Milani, Suárez... A mediados de los años 60 dejó la 'profesión' de ojeador/espía. Pero aún sabe como pocos. Él no habla, sino que reflexiona. No es una urraca de la cháchara, tan habitual en la hinchada. Él apunta lo justo, porque si dice algo es para acertar. O porque sabe lo que dice y no hace falta más. Lo que llegó después de su aventura italiana resulta realmente insólito: literatura y cine. Altísima literatura. Gran cine. Se convirtió (¿inesperadamente?) en un autor de culto. Y ahí sigue.

Ya lo he dicho, no dejen de leer sus entrevistas de Las suelas de mis zapatos (el mejor preguntador de futbolistas que he leído nunca) o aquel memorable conjunto de páginas futboleras que tituló 'Lo once y lo uno'.

Que no se me olvide: las botas que calzó Pelé en 1963 durante un partido de Brasil en San Siro las tiene su nieto. Gonzalo Suárez conserva tan sólo el recuerdo del abrazo del 'Rey' en el vestuario y el agujero que dejó la alcayata que las soportó tantos años.

martes, 19 de mayo de 2009

Benedetti, el golero asmático

Por Álvaro de Campos
La del viejo Benedetti fue una de esas vidas que aportan, sobre todo, a la vida. No se puede decir esto de muchos otros creadores. La lista de indeseables es larga. Dentro y fuera de la literatura. Y no vamos aquí a reproducirla. Uno no ha sido un fervoroso lector de Benedetti, pero sí un atento 'escuchador' de sus ideas, de sus cosas. Sabía decir algo nuevo sin levantar la voz: de la política al fútbol. No sé si eso manifiesta un saber hondo de algo, pero sí deja ver una inmensa curiosidad por lo que pasa fuera. Así se confeccionan los mejores periodistas. Los hombres. Los poetas. Con la oreja pegada al suelo por percibir mejor el ruido de la calle. Entre algunas de las cosas que le debo fue este mantra que relampaguea como un faro cuando las cosas se me ponen chungas: "La perfección es una pulida colección de errores". Qué acierto.

No sé si Benedetti estuvo aquel 16 de julio de 1950 en el estadio de Maracaná, cuando la lógica volteó la charca de las estadísticas y el Mundial pegó un volantazo en favor de Uruguay. Quiero decir que Brasil perdió el partido, el Mundial, los nervios, el orgullo. Hubo 200.000 testigos. Fue el Maracanazo. Buena parte de aquella jornada de gloria se debe al muro de hormigón que creó con su cuerpo un arquero charrúa: Roque Gastón Máspoli, un tipo que pasó 64 años ininterrumpidos ligado al fútbol. Desconozco si Benedetti y Gastón se conocieron. Si compartieron tardes de complicidad austral en Montevideo. Porqué no. El caso es que uno y otro lograron cruzar el río de la memoria de varias generaciones.

Benedetti comenzó escribiendo crónicas de los partidos del Nacional y el Peñarol, su equipo. Era 1940. De lo que sucedía en la cancha contaba poco, el talento se le derramaba en unos textos de nitroglicerina hilarante que daban mejor resultado. Era la pasión hedónica por el deporte. Había tardes en que iba al campo de la competencia sólo para deleitarse con un jugador, Pepe Schiaffino. No por verle jugar, sino por observarlo cuando estaba parado en el césped, sencillamente mirando a los suyos, dando alguna orden de líder certero. La elegancia de un jugador, como la de un torero, se manifiesta también cuando está quieto. Cosas de poeta.
En Benedetti chocaron la pelota y la escritura. Y de esa colisión salieron cuentos (Césped, Cambalache y Puntero Izquierdo, entre otros), crónicas de cuando entonces, poemas de ahora mismo como 'Hoy tu tiempo es real', dedicado a Maradonna:
Hoy tu tiempo es real, nadie lo inventa
Y aunque otros olviden tus festejos
Las noches sin amos quedaron lejos
Y lejos el pesar que desalienta.
Tu edad de otras edades se alimenta
No importa lo que digan los espejos
Tus ojos todavía no están viejos
Y miran, sin mirar, más de la cuenta
Tu esperanza ya sabe su tamaño
Y por eso no habrá quien la destruya
Ya no te sentirás solo ni extraño.
Vida tuya tendrás y muerte tuya
Ha pasado otro año, y otro año
Les has ganado a tus sombras, aleluya.



El viejo Benedetti pateó mejor en ese otro césped de las letras. Era un golero asmático que jugaba sentado casi siempre, con un libro en la mano. Y se enchufaba una ráfaga de Ventolín cuando el Peñarol perdía. Aunque en el fondo nunca sucumbió a la grosera tentación de ganar. La magia estaba en el juego. Ese era Mario Orlando Brenno Hamlet Hardy Benedetti Farrugia. Un hincha en el mejor sentido. Un pensador de las cosas del campo. Buen viaje, pibe. Salúdenos a Máspoli si es que andan por la misma esfera, por un limbo vecino.

domingo, 26 de abril de 2009

Poetas en el estadio

Por Álvaro de Campos
El otro día escuchaba a John Wyatt y a Rocheteau mientras discutían un tema propuesto por Halftown. Daban muy encampanados sus dispares impresiones sobre la conveniencia de lanzar el texto un día antes o un día después. Creo que me preguntaron mi parecer. Creo. Pero yo andaba rumiando con las manos un cigarrillo de liar y con las sienes bombeando sangre para regar la idea de un asunto que escribir. En ese orden. Me dio por especular entonces con los escasos instantes en la Historia contemporánea en que un estadio de fútbol ha adquirido para mí sentido cierto más allá de la berrea indiscriminada de un día de partido y del ocio masticable de sus gradas.

Y no me refiero exactamente a algún concierto memorable. Sino a algo mucho más extraño: lo que fueron ciertas fiestas de la poesía --sí, fiestas, qué pasa-- en un escenario que, huérfano de balón, hinchada y peloteros, resulta un espacio inenarrable. Absurdo. Inútil. Lo que venía a contar aquí hoy sucedió el 5 de diciembre de 1972. Pablo Neruda había regresado a Chile. El gran poeta oceánico volvía con su poesía que sale dando gritos, con su palabra de visiones: transformadora, ritual, poderosa. Whitman con el alma mapuche y la voz de campanas con daño.

Regresó Neruda a Santiago con la medalla del Premio Nobel y querían festejarlo con un homenaje. Para ello se habilitó el Estadio Nacional de Chile. "Vino todo el pueblo a escuchar mi poesía. Yo subí al tablado mientras el público me saludaba. Entonces escuché que se hacía el silencio y dentro de ese silencio oí elevarse la más extraña, la más primordial, la más antigua, la más áspera música del planeta", escribió. Aquella tarde tomó asiento en el palco principal del graderío. Traía los ojos húmedos. La calva tersa. Las manos quietas sobre el paño del traje claro. Detrás, según las fotografías de aquella jornada, estaba sentado Pinochet, un general mascachapas y trepa, felador del poder, inminente sicario. Incluso hay un momento en que la exaltación del público también hace saltar al militarón de su asiento. Y aplaude al poeta, al ser que representaba todo aquello que él, un mes después, fumigaría sumando crímenes feroces bajo la retórica de la defensa de la patria.

Pero hoy estamos a otra cosa. Un estadio de fútbol convertido en hornacina multitudinaria de la poesía. Eso sucedió aquel día. Fervor y emoción de palabras. Neruda recorrió el campo a bordo de un descapotable blanco, junto a Matilde Urrutia. Agitó un pañuelo para responder a otros miles de pañuelos agitándose en las gradas. Venía seriamente enfermo. Ya eran días de miedo en Santiago. Estaban los viejos cuchillos tiritando bajo el polvo. Y un mes después todo saltó por los aires: el país a manos de militares reaccionarios; Neruda tunelado por la paciente y siniestra labor de un cáncer imparable.

Pero decíamos que un estadio de fútbol también es lugar para un poeta, un hombre a la altura insigne de otros hombres. Un trozo de tierra para los iguales. Nada que ver con esos pimpollos en calzones que cruzan trotando el césped jaleados como dioses, huecos dioses. Nosotros hablamos en serio.

Sólo otro escritor, el palestino Mahmoud Darwish, consiguió una proeza semejante: reunir en el estadio de Beirut a 25.000 seguidores. Durante tres horas, una tarde de 2002, le escucharon recitar sus poemas como quien atiende al último profeta de una inédita galaxia. La belleza implacable tomaba cuerpo en el absurdo templo de tantas adoraciones fofas, sobrexcitadas, domingueras. No creo que haya dos trochas en la vida cuyos gestos constitutivos sean más irreconciliables. Aunque a veces un sólo hombre, pasajero entre palabras fugaces, es capaz de hacérnoslo olvidar. Y entoces un estadio es algo más que un estadio. Quizá menos abrumado por la rasante realidad. Quizá más extraño en su evidente misión.

lunes, 20 de abril de 2009

"Ahora me apetece pescar"

Por Álvaro de Campos

La indolencia es, como el amor, una confusa protesta contra el orden natural de las cosas. Lo normal es que nos enamoremos, pero lo lógico es no estar enamorado. Igual que lo lógico es estar en movimiento, aunque el deseo sea más propenso a la honda emoción de no hacer nada. Traigo esto de la indolencia hasta los Apuntes de un desplazado porque es la sensación que nos embarga a quienes no nos interesa el fútbol y a la vez observamos cómo nuestro entorno inmediato adquiere perfil de esfera.

En las dos semanas de gloria que lleva ya este blog soporto estoicamente la bulla indomable de mi once titular hablando hasta el delirio de futboleros, entrenadores, coreanos muy diestros con la zurda, tipos que le dan 220 golpes con el empeine a un paquete de Marlboro o de cómo la Historia -ese colapso de datos- se ha confeccionado también con un balón entre las patas de algunos virtuosos... Qué quieren que les diga... Esta aventura se me hace un rato larguísimo. Mi tribu de aquí dentro me parece gente que sabe mucho de cosas que no le importan a casi nadie. Si sigo con estos pelotudos es por un alto sentido de la amistad, del compromiso... Y de la indolencia, que también me dicta confusos mensajes masoquistas. Ahora no me apetece decir no.

Hablaba esta mañana en el mediocampo de nuestra oficina con Rocheteau y Nick Panzeri (dos intrigantes a los que ya se irán acostumbrando). Les ahorro el resumen de la conversación porque: a) no presté atención; b) tampoco me la prestaron ellos a mí; c) fue más de lo mismo -tecnicas de fútbol, astros ascendentes, estrellas desfogadas-; y d) estoy, como ya digo, en el cultivo zen de una galbana muy bien trabada. Por eso asumo con fervor lo que Bobby Knight, el mítico técnico de baloncesto estadounidense, dijo la otra mañana en Bilbao, según El País: "Ahora me apetece pescar". Eso es todo. Hacen falta muchos años de tomarse la vida como una descarga con picanas para alcanzar la desnudez de este mantra, y cumplirlo. Es la culminación de una filosofía en la que estoy seguro que Knight ha empeñado la vida, las arterias, los nervios, parte del miocardio y muy probablemente la paciencia de su primera mujer.

Es la sentencia más interesante de cuantas he leído hoy en las páginas de Deportes de los diarios nacionales. Lo mismo pensé cuando me contaron la historia del argentino Bernardo Houssay, el primer Premio Nobel de Medicina de Latinoamérica. Un pibe que desde las filas del modesto equipo de la Facultad de Medicina de Buenos Aires le calzó dos goles al todopoderoso (y entonces recién creado) River Plate, en un partido celebrado en junio de 1904. Houssay vivió años de subidón y estudio. Le dio duro también al remo y al rugby. Terminó la Universidad, desapareció sin dejar rastro para el deporte, se encerró en el laboratorio y todo lo demás fue silencio y probetas. Le concedieron el Nobel en 1947. Dicen que no volvió a jugar al fútbol. Nunca. En su vida apenas concedió entrevistas. Más bien fueron los otros los que no se las pidieron. Casi nadie se acuerda ya de aquel cholo, Houssay, que le metió un doblete al River cuando el siglo estrenaba botas nuevas. El olvido es la conquista más alta. "Si pierdo la memoria, qué pureza", escribió Pere Gimferrer. A veces, cuando me abruma el insaciable
banquillo de FNF, también lo creo.

martes, 7 de abril de 2009

Redención en El Cairo

Por Álvaro de Campos

Al personal nativo que echa la tarde entre el té y la shisha en el café El Fishawy de El Cairo le suena como un presente muy remoto que en España haya habido un baile de corrales en los ministerios.

"A nosotros de su país lo que nos gusta es el fútbol", ataja Sadi, soltando por el hueco de los dientes un humo dulce, lento y prolongado. "El Barça, mi amigo. Real Madrid, my friend. Messi, Eto'o... Aunque en Egipto somos más de Kanouté... ¿Y tú?".

Acojonante. Uno venía tan sólo a cumplir con su rito de visitar cafés y otros mausoleos sentimentales, porque aquí en El Fishawy escribía Naguib Mahfuz, y se ve estableciendo vínculos con otro mundo por el puente colgante del fútbol. En esta calle del excitante bazar de Jan El Jalili palpita un mundo distinto, urgente y perezoso, ritual y disparatado que sólo encuentra el consenso pleno si alguien grita, por ejemplo: "¡Guti!".

Cometí una imprudencia con Sadi. Le dije que no me gustaba el fútbol. Uno no se debe sincerar de ese modo con quien tiene por corazón un balón de reglamento. Creo que le defraudé. Entre ambos se abrió de inmediato un abismo que no cerraba ni el recuerdo de novelas como El callejón de los milagros, del gran Mahfuz. No me atreví entonces a contradecirle. Lo expresaba como el que apuraba con las palabras arrastradas la última verdad por la que aún merece la pena vivir. Y ya no tuve el coraje suficiente para anunciarle que Zapatero incumplía su promesa de crear un Ministerio del Deporte, como prometió en la final de la Copa Davis. Esto rompería su fe en la Alianza de las Civilizaciones, y no estamos como para perder socios a chorros.

Sadi es de los egipcios que creen que nosotros tenemos en el Barça y el Madrid lo que ellos en las pirámides y Abu Simbel: una fuerza simbólica que nos constituye como un pueblo de herencias mágicas. Yo creo todo lo contrario, pero eso que ya lo he dicho. Aunque voy a incordiar un poco más, mientras un camarero con cara de árbitro doméstico me echa otro par de tientos del mismo té...

A mí que ZP haga o deje de hacer un Ministerio del Deporte me la suda. Puede que sea por mi parte una frivolidad. Incluso una inconsciencia. Pero es que me la trae muy floja. Y más aún si de ello se beneficia el fútbol, que es una de las industrias más indecorosas, sospechosas y opacas de cuantas hay en España dentro de la franja de lo concebido como legal. Pero a Sadi le hago un siete en el ánimo si le explico todo esto. Así que me callo.

Sadi está con su novia. Y cuando se levanta a mear ella me dice que si algún día se casan sabe cómo hecerle feliz por un día: con dos entradas para un partido en el Bernabéu y otras dos para el Camp Nou. El amor es una droga muy dura. Sadi regresa. "¿Y a ti por qué no te gusta el fútbol? Messi, Eto'o, Kanouté... ¿No crees que si hubiese más fútbol habría menos problemas?" No lo creo, Sadi, pero hoy digo que sí. Y si mañana hay partido en El Cairo, cuenta conmigo.

martes, 31 de marzo de 2009

Odio el fútbol

Por Álvaro de Campos

No sabría explicar bien qué hago aquí. No me gusta el fútbol. Aunque debo puntualizar: no me interesa nada de lo que sucede en ese terruño opaco que son los clubes. Me parecen cortijos de un hedor siniestro. Si despojamos este deporte del velo épico de un partido, de un once contra once, lo que queda es un fondo de reptiles, una fumata oscura en la que se abren paso familias de caimanes dispuestos a todo con tal de lograr ese poder monumental que es la presidencia de ciertos equipos. Despreciables estrategias conspiratorias. Feudos inquietantes. Fieras perfumadas. Modales catastróficos. Para muchos, después del fútbol está el vacío. Esa galaxia está congestionada de empresarios, filibusteros de la banca, prestamistas, déspotas y demás recua del paisaje de los negocios. Un asco.

Es de suponer que a la vez, el deporte y su zoológico inconcreto es capaz de hacer felices a millones de seres en el mundo. Y ese placer iguala al hombre por la base. No estoy con ellos. La felicidad también es el espacio donde lo inmoral justifica el absurdo.

Son muchas las horas de calle que uno vive con sus mejores amigos, los que aquí condensan su fervor, su casi misticismo, su fe redonda por un mundo que me resulta ajeno, extraño, áspero, hueco. Los observo con curiosidad científica: sus taquicardias, su testosterona a propulsión, sus análisis matemáticos de tal o cual puntapié, su nervio, su exhibicionismo. Incluso hablan de poesía y emoción. Entonces sospecho que entiendo menos. No alzanzo la intensidad de su éxtasis. Es la sublimación del espectáculo masivo. Algo que detesto.

No descarto ser expulsado de esta aventura que hoy arranca. Intentaré que no suceda. No tendría ningún mérito. Aunque para empezar me tienen gastando suela por la banda. Y ahí se acumulan muchos demonios, psicopatías incontrolables. Por eso este rincón será, en adelante, el apunte de un desplazado. El fútbol no me da igual. Lo detesto con rigor, con conciencia, con sentido de causa. Soy tan atento para lo que amo como para mis odios. Y voy a intentar explicarme aquí cómo. Por qué. Aún no lo tengo claro.